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ÍCARO Y EL EXCESO DE CONFIANZA

Durante siglos, la historia de Ícaro ha sido contada como moraleja y con fascinación. Un joven que vuela demasiado alto, que se acerca más de la cuenta al sol, y que por su osadía termina cayendo al mar. La escena es poderosa y sencilla: unas alas construidas con plumas y cera, un padre que le advierte, un hijo que desoye, un cielo que se abre, una caída inevitable.

Ícaro es, en la mitología griega, hijo de Dédalo, el ingeniero y arquitecto que construyó el Laberinto de Creta por encargo del rey Minos. Tras ayudar a Teseo a escapar del laberinto, Dédalo y su hijo son encerrados por el propio rey en una torre. Para escapar, Dédalo diseña unas alas artificiales hechas con plumas unidas por cera. Antes de alzar el vuelo, da una única instrucción clara a su hijo: no vueles demasiado alto, porque el sol derretirá la cera; pero tampoco vueles demasiado bajo, porque la humedad del mar hará que las alas se deshagan. Ícaro, deslumbrado por la sensación de libertad, ignora la advertencia. Asciende cada vez más, hasta que el calor del sol derrite la cera de sus alas. Cae al mar y muere.

El mito, transmitido durante generaciones, ha sido interpretado de muchas maneras: como un relato sobre la desobediencia, la soberbia, la tentación del poder, el deseo de trascender, el límite humano. Pero hay una lectura que nos interesa especialmente desde la prevención de riesgos laborales: la del exceso de confianza.

En el mundo del trabajo, especialmente en sectores como la construcción, las obras civiles, el sector forestal o agrario, el exceso de confianza es una de las causas más frecuentes y peligrosas de accidentes graves y mortales. Se manifiesta de formas muy diversas: «yo controlo», «esto lo he hecho mil veces», «es un momento y está hecho», «nunca ha pasado nada». Son frases que hemos escuchado todos los que llevamos años en esto. Y cuando las oimos, no anuncian nada bueno.

El paralelismo con Ícaro es directo. El padre, Dédalo, representa el conocimiento técnico, la experiencia, la planificación. Diseña las alas, evalúa los riesgos, marca los límites. El hijo, Ícaro, representa la acción sin freno, el impulso, la confianza desmedida. Tiene las herramientas, pero no respeta las condiciones de uso. Tiene la advertencia, pero se fía de su percepción momentánea. Tiene la posibilidad de escapar con seguridad, pero decide poner a prueba los límites.

En las obras reales, también hay muchos Dédalos: técnicos de prevención, encargados, coordinadores, responsables que establecen medidas, diseñan procedimientos, dan instrucciones claras. Y también hay muchos Ícaros: trabajadores que se sienten seguros por la costumbre, por la rapidez con la que ejecutan una tarea, por la presión del tiempo, por la falsa sensación de control.

Uno de los riesgos más habituales en este tipo de trabajos es el trabajo en altura. Montajes, desmontajes, tareas en cubiertas, podas, andamios, tejados, estructuras provisionales. Es un ámbito donde el exceso de confianza puede ser letal. A menudo, la tarea que precede al accidente es una tarea habitual, sencilla, incluso rutinaria. Y precisamente por eso se asume sin revisar, sin comprobar el estado del arnes, sin asegurar la línea de vida, sin analizar el entorno. Ícaro tampoco comprobó la resistencia de la cera.

Otro ámbito crítico es el uso de maquinaria: desbrozadoras, motosierras, tractores, manipuladores, retroexcavadoras. Equipos que requieren formación, mantenimiento, atención continua. Pero cuando se manejan día tras día, durante semanas o meses, aparece el automatismo. Se reduce la concentración. Se relajan los procedimientos. Se omiten pasos. Se acelera el ritmo. Ícaro, tras unos minutos de vuelo, olvidó que estaba sujeto por cera.

El trabajo forestal y agrario también presenta muchos escenarios donde el exceso de confianza puede provocar daños. Operaciones con animales, trabajos en pendientes, manejo de fitosanitarios, conducción por caminos en mal estado, uso de aperos sin protecciones, intervenciones improvisadas sin detener el motor o sin comunicar la acción. En muchos casos, el conocimiento del entorno juega en contra: como se conoce el terreno, se subestima el riesgo. Como se ha hecho antes, se vuelve rutina. Como nunca ha pasado nada, se asume que nunca pasará.

Lo más complicado de este tipo de riesgo es que no se percibe como tal. El trabajador no se siente en peligro. Al contrario: se siente capaz, preparado, seguro. Y es precisamente esa confianza excesiva la que rompe el equilibrio. El accidente llega cuando se suma un pequeño cambio: una ráfaga de viento, un terreno más húmedo, una herramienta mal apoyada, un movimiento más brusco de lo habitual. Y en ese instante, el sistema ya no responde como siempre. Como Ícaro, ya estábamos demasiado alto.

Por eso es tan importante trabajar en la formación continua, en la comunicación directa, en la revisión diaria de procedimientos, en la observación activa, en los liderazgos preventivos que no se limitan a mandar, sino que acompañan. No basta con dar las instrucciones el primer día. La prevención no se imprime en la memoria con una charla. Se construye cada jornada, con ejemplos, con recordatorios, con pequeños gestos, con coherencia.

Decir «cuidado» no es suficiente. Hay que explicar por qué. Hay que mostrar qué puede pasar. Hay que generar una cultura donde no se premie al que acaba antes, sino al que trabaja seguro. Donde se valore más la actitud que la velocidad. Donde el miedo no sea el motor, pero la prudencia sí sea el marco.

La historia de Ícaro nos lo recuerda: el conocimiento sin humildad no protege. El talento sin atención no basta. Y en nuestro trabajo, la experiencia no debe ser excusa para dejar de evaluar el riesgo. Al contrario: debe ser la razón para respetarlo aún más.

Ningún accidente se evita solo con normativa. Se evita con cultura. Con una forma de pensar que detecta los excesos antes de que se produzcan. Que escucha a los Dédalos. Que no convierte en héroe al que se salta pasos. Que no normaliza el riesgo como parte del oficio.

Hay que mirar el cielo, pero sabiendo desde dónde despegamos y hasta dónde podemos llegar sin romper las alas. La prevención no está para impedir el vuelo. Está para hacerlo posible sin que termine en caída.

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