OBESIDAD EN EL TRABAJO: CUANDO EL ENTORNO LABORAL TAMBIÉN PESA
La obesidad no es solo una cuestión individual. Es un fenómeno complejo donde se cruzan la genética, el entorno, los hábitos alimentarios, el acceso a recursos de salud… y, aunque a menudo se ignore, también el mundo laboral. En muchas empresas, los entornos de trabajo no solo no ayudan a combatir esta epidemia, sino que, en muchos casos, la agravan. Y lo peor: muchos jefes aún no entienden su parte de responsabilidad.
La narrativa dominante ha sido culpar al individuo. Si tienes sobrepeso, es porque comes mal o no haces ejercicio. Pero ¿qué ocurre cuando el entorno laboral impone jornadas maratonianas, impide pausas activas, ofrece máquinas de snacks ultraprocesados como única opción, y castiga sutil o directamente a quien necesita tiempo para cuidar su salud? La empresa no es neutral. Y la gestión que hacen muchos líderes sobre este tema deja mucho que desear.
Hay oficinas donde lo normal es comer en 10 minutos frente al ordenador, con comida rápida o lo que haya quedado de la máquina expendedora. Los horarios extendidos y la falta de conciliación reducen al mínimo las posibilidades de actividad física, descanso o alimentación consciente. Y cuando alguien expresa la necesidad de cuidarse, a menudo se encuentra con miradas burlonas, comentarios condescendientes o una agenda laboral incompatible con sus objetivos de salud.
Peor aún, existe una discriminación encubierta hacia las personas con obesidad. Algunos jefes las perciben —aunque no lo digan abiertamente— como menos productivas, más propensas a bajas médicas o poco “representativas” para ciertos puestos. Esta gordofobia laboral, silenciosa pero muy real, crea un clima de vergüenza y autocensura. En lugar de generar espacios donde el bienestar sea una prioridad compartida, se cultiva la culpa individual y el estigma.
No se trata de que las empresas se conviertan en centros de salud, pero sí de que asuman un mínimo de responsabilidad. Una pausa para caminar, fruta fresca en la sala de descanso, acceso a orientación nutricional, programas de salud inclusivos, horarios razonables o simplemente una cultura laboral que no glorifique el presentismo y el estrés constante, pueden marcar una diferencia real. Y, sobre todo, un liderazgo que entienda que apoyar la salud de su equipo no es un lujo: es una inversión.
La obesidad también es una cuestión de clase y de acceso. Muchas personas no tienen los medios ni el tiempo para elegir alimentos saludables o pagar un gimnasio. Si a esto le sumamos un entorno laboral que impide el autocuidado, tenemos el cóctel perfecto para agravar el problema. No se puede pedir a los trabajadores que “se cuiden” si no se les da margen, herramientas ni apoyo para hacerlo.
Es hora de dejar de mirar hacia otro lado. La salud física y mental en el trabajo no es solo cosa de los empleados: también depende —y mucho— de sus jefes. Las decisiones de gestión, la cultura corporativa y el diseño de los entornos laborales influyen directamente en la forma en que las personas viven su salud. En el caso de la obesidad, seguir ignorando este hecho no es solo negligente: es injusto.